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[Análisis] God of War

En apenas unas semanas verá la luz el nuevo God of War, que promete ser uno de los grandes de este 2018. Y es que, más allá del debate sobre si es apropiado o no que este juego lleve ese nombre (me incluyo entre los que opinan que no), creo que todos coincidimos en que puede ser un juegazo de los que hacen época. Así que mientras esperamos que llegue la copia de prensa de lo nuevo de Santa Monica, vamos a ir abriendo boca con un repaso a la historia de un padre, un rey, un guerrero, un dios, y un tipo con muy mal pronto: en definitiva, la historia de Kratos.


Kratos, general espartano, se ve obligado a hacer trabajos para los dioses, buscando con ello eliminar dolorosos recuerdos de su pasado como lacayo de Ares. Pero aún le queda un último encargo por hacer: acabar con el dios de la guerra.

Si algo ha caracterizado siempre a la saga del espartano es que el arranque de cada una de las entregas siempre hace uso de lo espectacular. Y la primera no iba a ser menos: porque hay muchas formas de empezar un juego, pero hacerlo pegándole un palizón a una hidra en mitad de una tormenta en el mar sobre un barco que se va a pique es otro nivel.

Y si no, DESMIÉNTEMELO

El combate no podría ser más maravillosamente simple: golpe normal, golpe fuerte, salto y agarre, uno por botón, en un control que es simplemente perfecto. Y según cómo los combines, los combos serán más o menos largos y espectaculares; además, conforme vayamos golpeando llenaremos un medidor de ira que, llegado el momento, podremos desatar sobre nuestros desdichados oponentes. Las posibilidades para masacrar son casi ilimitadas: a los machacas más básicos los podrás agarrar desde un principio, sea para partirlos en dos de un rodillazo en la espalda, para lanzárselos a otros enemigos, o para apuñalarlos sin piedad mirándoles fijamente a los ojos; a los más grandes (minotauros, gorgonas, cíclopes) habrá que curtirles el lomo un poco antes de poder eliminarlos con el sangriento QTE de rigor (o con dos viajes más de las Espadas del Caos).

Los métodos de Ares para armar a sus guerreros son bastante expeditivos...

Y entra aquí cierto componente pseudoestratégico: a partir de cierto punto, no será raro que estemos jugando a sacar las tajadas a los zombis demoníacos de rigor, y de pronto aparezca los minotauros del tercero (o la gorgona del quinto) a decirnos que no son horas de armar escándalo y que ya está bien; tampoco será raro que en esos combates acabemos secos de maná y con la salud bajo mínimos. ¿Qué hacer? Debilitar a esos enemigos gordos lo suficiente como para poder ejecutar el QTE, garantizándonos así un buen chorro de orbes verdes, azules y rojos. Esos orbes rojos serán necesarios para mejorar nuestras espadas (aumentando su daño y desbloqueando nuevos combos) y los poderes que los dioses (y el desdichado de turno, véase Medusa) nos irán otorgando a  lo largo de la aventura.

Tienes un nudo en las cervicales, deja que te lo arregle...

Pero ojo, que no todo es repartir leña: Kratos también tiene tiempo para los puzles y la habilidad. Y la mejor muestra de ello es ese Templo de Pandora en el que pasaremos todo el nudo de la historia: pasillos eternos, trampas, enemigos durísimos, rompecabezas y jefes en un escenario cerrado e interconectado. Por no hablar de que, pese a su linealidad, tiene ciertos pasajes ocultos donde encontraremos coleccionables (a saber, ojos de gorgona y plumas de fénix, que subirán nuestra salud y nuestro maná, respectivamente).

El apartado técnico no iba a ser menos, con unos gráficos que estrujan al máximo el potencial de nuestra PS2 (aunque es innegable que el paso de los años le ha hecho envejecer un poco regular en cosas como la sangre o el fuego), una banda sonora de las que engorilan (si no acabáis berreando el tema principal durante semanas es que no lo habéis jugado bien) y un doblaje de diez. 


God of War fue de los mejores juegos de su generación, y de ésos que obligan a comprar una consola. Y aun así, quedaba en nada en comparación con lo que estaba por venir...

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